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Hasta que la muerte nos separe

Hubo un tiempo en el que llevar un tatuaje era un estigma que definía sin palabras al tipo que lo llevaba. Se tatuaban los que habían estado en la cárcel, que se grababan la palabra libertad cuando no la tenían o el nombre de la novia que los estaba esperando fuera.

Se tatuaban los legionarios que venían de Melilla oliendo a hachís, a los que los niños de entonces veíamos como unos héroes de película barata que llevaban en el rostro la mirada de una guerra antigua que no era la nuestra, y que ellos paseaban por las calles con el exhibicionismo de la fuerza. Muchos llevaban las guerreras abiertas mostrando en el pecho el dibujo de un cristo crucificado , y las mangas tan remangadas que dejaban ver el tatuaje con el emblema del Tercio.

Se  tatuaban los marineros que espantaban las soledades del mar dibujándose un corazón con el amor de madre o con una de aquellas muñecas desnudas que se contorneaban en los antebrazos como si fueran bailarinas. En mi barrio había una prostituta que llevaba sobre la piel una estrella de cuatro puntas rematada con la frase: “Hasta que la muerte nos separe”, y cuando alguien le preguntaba que si aquella estrella y su lema le  recordaban algún amor de juventud, ella les contestaba que no, que era un simple dibujo al que no ya no podía renunciar porque los tatuajes, como los amores de antes, eran también para toda la vida.

Aquellos eran tatuajes rudimentarios, sin ninguna vocación artística, hechos con los mínimos recursos y que en la mayoría de los casos le daban a quien lo llevaba un aire marginal. Si en aquellos tiempos o yo o alguno de mis hermanos le hubieramos dicho a mi padre: “Me voy a hacer un tatuaje”, su respuesta hubiera sido tajante: “mira que cojo el palo del carro y te enlomo”.

De aquella época casi clandestina del tatuaje hemos pasado a una moda que en muchos casos se ha convertido en una manera de mirar la vida. “El coleccionista, el verdadero aficionado, busca ir cubriendo su cuerpo poco a poco como el que colecciona obras de arte, y lo mismo se va a Barcelona o a Londres buscando un tatuaje de autor”, asegura Coco Guerrero, uno de los jóvenes maestros del grabado que acaba de instalar su taller en la calle de Trajano.
Dice que aprendió la profesión de otro tatuador, como los oficios de antes en los que se empezaba de aprendiz y se terminaba por montar un negocio propio, y que más que un trabajo es una vocación que descubrió el día que su hermano mayor llegó a su casa con un tatuaje en uno de los permisos cuando estaba haciendo la mili.

Coco Guerrero es un tatuador tatuado que va convirtiendo su cuerpo en una capilla Sixtina. Es un enamorado del tatuaje artístico, del  que va abriendo nuevos caminos, de la obra que surge de una idea y de un momento de inspiración del creador. “Me gusta la creatividad, poner mi firma. El otro día llegó una cliente que quería que le dibujara un mono, y he decidido grabarle un mono rapero, con aire urbano, un mono humanizado que parezca que no ha estado nunca en la selva”, señala.

Por su taller pasan a la semana todo tipo de propuestas. Hay quien sigue la vieja tradición de tatuarse el nombre de su hijo o el de  su madre, o el clásico corazón con el amor de madre dentro, y hay quien busca la sugerencia, la alusión, y en vez de un nombre propio le pide que le haga un dedal porque su madre era costurera, o un ancla porque su padre era pescador. También siguen vigentes los tatuajes pasionales y es frecuente que aparezca por el taller una adolescente pidiéndole que le grabe el nombre de su novio, pensando que se trata de un amor para toda la vida. “Ahora se llevan mucho lo que nosotros llamamos tatuajes de pareja: él te pide que le pintes una llave y ella un candado, y así, si se pelean, no tienen el problema de llevar el nombre del otro o de la otra para siempre”, me cuenta.

Mientras habla, Coco Guerrero está dibujando sobre el muslo derecho de un cliente. Es un trabajo lento: punto a punto perfora, limpia la sangre y se abre camino. “Es fundamental, a la hora de hacer un buen tatuaje, que seas un buen dibujante y que tengas mucha disciplina porque se trata de un trabajo de horas”, explica. Cuando le pregunto por qué esta moda desenfrenada, por qué todo el mundo quiere llevar un tatuaje, él me responde: “Cada  persona tiene un motivo diferente. Hay quien busca representar en su cuerpo un momento de su vida que ha sido importante, un recuerdo, a alguien que no quiere  olvidar, y hay quien llega al taller con el deseo de que le hagas el dibujo que tu elijas”.

Coco Guerrero acaba de instalarse, pero en su agenda es difícil encontrar media hora libre. La tiene repleta de futuros tatuados. La moda ha llegado para quedarse y cada vez  son más jóvenes los clientes que tocan a su puerta, o más viejos, porque el tatuaje no tiene edad como tampoco tiene un motivo claramente definido.
El universo del tatuaje es amplio y está lleno de sugerencias y manías. Hay quien se tatua el cuello, el tobillo, la oreja o la axila, y hay también quien busca rincones más íntimos dentro de su cuerpo. “Todas las parte no. Yo, huevos y pichas no tatúo”, me aclara el artista.

Coco Guerrero es un tatuador profesional que aprendió el oficio viendo a sus maestros, como los aprendices de antes. A la hora de tatuar suele advertirle a su cliente que el tatuaje es para toda la vida, por si acaso se arrepiente

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