Francisco Rodríguez Amat, su hijo Francisco Rodríguez Arcos, Hilario o Pepe el de las alpargatas fueron algunos de esos maestros.
Junto a los esquimos donde se curaban los boquerones y las planicies donde hombres tostados remendaban los trasmallos, junto a los tinteros de las traíñas y los talleres de barrilería, aparecían los hileros, con el manojo de cáñamo anudado a la cintura y una rueda girando al ritmo de la vida. Todo ese paisaje de oficios más antiguos que la tana fue configurando durante siglos el alma de La Chanca Pescadería, en esos pasajes que aún conservan el sabor marinero de su nomenclatura: la calle Remo, Potera, Anzuelo, Jábega, Mamparra o Capitana.
En esta última travesía, a la que el Cerro de las Mellizas hace de visera, fue donde se estableció Francisco Rodríguez Amat, un artista de la hiladura llegado de Balerma con veinte años, con su mujer Amalia Arcos, buscando una vida mejor. Había aprendido el oficio de su padre Pedro, frente al mar bravío balermero y ahora se disponía a ganarse un hueco en ese atávico barrio fabricando hilos y cuerdas para la flota de la bahía milenaria.
En esa calle, entre la Plaza Moscú y las Cuevas de San Roque, entre traperías y chatarrerías como la de Juan Martínez, nació en 1932 su hijo, Francisco Rodríguez Arcos. Y allí se crió, aprendiendo el oficio al que se amparó su abuelo en el siglo XIX, entre un vecindario humilde que alistaba palangres en los soportales y engordaba gallinas en los patios traseros; allí fue instruyéndose en el arte del cáñamo -como El Médico de Noah Gordon en el de la cirugía- mientras las mocitas pasaban a por agua con los cántaros de arcilla en la cintura y de las Casas de Angel llegaba el rumor de las porfías mañaneras. La estampa que contemplaban todos los días los chanqueños en la puerta de los hileros era la misma: las tres ruedas de madera de pino, ungidas con aceite de linaza, haciendo girar la fibra y Paco y su padre con la gorrilla calada, con el cáñamo amarrado, andando hacía atrás, con un trapo húmedo mojando la cuerda, haciendo el milagro de transformar la fibra en hilo de hasta 120 metros para barcos como El Marisol, el Joven Juan o La Marrana propiedad de armadores legendario como Javier Fernández, Domingo Cara o Antonio Ramírez El Ravío. Junto a estos Rodríguez, también trabajaban, con el vestigio de la chimenea de Heredia como centinela, otros jornaleros del cáñamo como Hilario y Pepe, quien se dedicaba además a la fabricación de suelas para las humildes alpargatas de los pescadores.
El cáñamo- también trabajaban con el sisal obtenido de la pita- venía siempre de Callosa de Segura, un pueblo alicantino consagrado al cultivo de esta planta de tallo recto que medraba entre sus balsas, a la que se le sacudía la cascarilla y tras el agramado, rastrillado y trenzado de la soga, se apilaba en madejas para enviarlas a puertos de mar como el de Almería. Hasta la casa de Paco el Hilero y su padre llegaban paquetes de cien kilos que les repartía la agencia El Triunfo que era el amazon de la época.
La industria pesquera almeriense fue creciendo y la flota multiplicándose como los hijos de Adán. Y apareció en lontananza un emprendedor con pedigrí, Ramón Gómez Vivancos, hijo del gerente de la fábrica de hielo, que tuvo en 1958 la idea de montar una fábrica de hilos para la pesca: Hiladora Mecánica Almeriense.
Lo primero que hizo el intrépido Ramón fue fichar al artista del cáñamo, Paco el Hilero, para su nueva empresa, en la que participaba también como socio el industrial Diego Villegas. La fábrica, con el perfume intenso de las fibras vegetales, se abrió en la Carrera de Montserrat con máquinas adquiridas en Barcelona, atendidas por once mujeres en plantilla. Fue ampliando clientes, vendiendo a toda la flota del Mediterráneo y también a armadores de Melilla, Tánger, Ceuta y Casablanca.
Era la única factoría de Andalucía en su género, pero con el tiempo y tras una década de actividad, las máquinas se fueron quedando obsoletas y requerían de una fuerte inversión inasequible para los dos fundadores.
Cerró sus puertas aquel ingenio, después del fallido intento de extraer sisal del ágave de Cabo de Gata para calamentos, y con las 150.000 pesetas que le dieron de indemnización, montó Paco una nueva fábrica de hilados -Himefra- en un llano del Muelle de Poniente, debajo del antiguo Hotel Solymar. Allí se fue nutriendo de los antiguos clientes de Hiladora Almeriense y fue recorriendo España, desde Rosas hasta Ayamonte, vendiendo cuerdas y calamentos y configurando una plantilla de doce empleados en tres turnos que hacían que las máquinas que había confeccionado Cayetano el mecánico nunca pararan.
Iba entrando también el plástico y el nylon en la industria pesquera que iba sustituyendo al ancestral cáñamo y Paco fue creciendo, abriendo también dos tiendas de efectos Navales en Pescadería y en Garrucha. Vendía malletas, paños de red, cable para las puertas de los barcos de arrastre. Y se hizo fuerte en plazas como Palamós, Tarragona, Cartagena, Isla Cristina, Motril y hacía también envíos a puertos gallegos como Viveros y Silleros y al Sáhara.
Sin embargo, llegó la clausura de los caladeros de Marruecos a mediados de los años 80 para los barcos españoles, que infligió una herida de muerte al sector, y esa industria ancestral de hilados de La Chanca se fue viniendo abajo y Paco, el hijo del balermero de la calle Capitana, tuvo que echar el cierre a la fábrica y a toda una época.
(La voz de Almería)
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