El Capitol fue uno de aquellos cafés que pasaron por la historia de la ciudad sin hacer ruido. No tuvo la presencia del Colón ni del Español, que marcaban la vida diaria de Almería con su tránsito constante, con su rumor de cafés de gran ciudad donde lo mismo se tejían los negocios importantes que los pequeños detalles de la vida.
En el Capitol los días transcurrían en voz baja, como en un segundo plano, el que tenía también la esquina del Paseo donde estaba instalado. Al pasar la calle de Lachambre, el Paseo empezaba a apagarse y el ritmo frenético que venía de arriba comenzaba a diluirse en una atmósfera periférica. Si por la puerta del Colón se pasaba a diario, al Capitol había que ir expresamente. Ese alejamiento le proporcionaba la tranquilidad que no tenían los cafés aristocráticos, por lo que se convertía en un escenario perfecto para alejarse de los tumultos y de las miradas de la gente.
Tenía también como aliado el ficus centenario del Paseo que acentuaba su condición de refugio. A la sombra del árbol se alineaban los veladores redondos de mármol con sus sillones de mimbre donde se organizaban grandes tertulias, casi siempre de señores mayores que montaban bajo las ramas del ficus el gran Senado de la ciudad. En las tardes de verano era difícil encontrar una mesa libre como también era complicado evitar que algunas de aquellas reuniones se alargaran durante horas bajo la coartada de un escuálido café. “Señores, falta algo”, repetían los camareros perfectamente uniformados con sus chaquetillas blancas, intentando que el negocio se moviera.
El Capitol contaba también con un reservado dentro del local donde se organizaban partidas de cartas y de dominó lejos de la vista de los clientes. El Café Capitol desapareció en 1953. En diciembre de ese mismo año se instaló en su local el empresario Jesús Viciana Requena, con su negocio de accesorios de automóviles y de electricidad. En esos años ya funcionaba en ese mismo tramo de acera la tintorería La Española y la tienda de Imagen y Sonido.
En esa esquina del Paseo, frente a las mesas de la terraza del Capitol, existía una boca de riego que a los chiquillos de la posguerra les servía de fuente. Allí iban a quitarse la sed después de sus correrías y allí acudían para lavarse los pies cuando en verano regresaban de la playa cubiertos de arena. Llegaban en pandillas cansados y vencidos, dispuestos a recuperar fuerzas y a asearse con permiso de los municipales, a los que había que esquivar para poder utilizar el chorro del agua.
El surtidor era utilizado por el camión de la regadora, que sobre todo a partir del mes de abril tenía la misión de refrescar las calles. Era corriente en aquel tiempo que la llave de paso se averiara, lo que provocaba que el último tramo del Paseo se convirtiera a menudo en un improvisado riachuelo.
En esa esquina del ficus, del Capitol y del chorro del agua instalaron también un surtidor de gasolina, con su torreta pintada de rojo, con dos depósitos y un servidor que se accionaba manualmente.
Por las mañanas se formaban colas de coches y de motos que a la hora del trabajo paraban a repostar y a veces era tan grande el atasco que el guardia del tráfico tenía que poner orden para que no se taponara toda la avenida. Por el surtidor pasaban los niños para llenar de aire las ruedas de las bicicletas o para inflar los balones cuando iban a jugar un partido. Estuvo funcionando hasta finales de 1962, aunque el aparato siguió formando parte de la acera hasta que en marzo del año siguiente Campsa inició los trabajos para extraer los tanques y las instalaciones subterráneas.
El del Paseo no fue el único surtidor de gasolina que funcionó en el casco urbano. Durante décadas convivió con el surtidor de la carretera del Muelle, con el que había en el Parque frente a la desembocadura de la calle Real y con el del badén de la Rambla al final de la calle de Granada.
La existencia de surtidores en medio de la ciudad fue motivo de polémica por las protestas continuas de los vecinos debido al peligro que suponía la presencia de depósitos cargados de combustible en lugares tan céntricos. Fue la propia empresa responsable, Campsa, la que en 1956 presentó un proyecto para agrupar los aparatos surtidores. Quería concentrarlos en un lugar alejado del centro y para ello solicitó permiso para llevárselos a la plazoleta que surgió en el nuevo barrio de Regiones, frente al cruce de la calle Real del Barrio Alto, la Carretera de Níjar y el Camino de Ronda.
El Capitol fue un bar sereno que vivió en el Paseo bajo las ramas del ficus centenario.
En el Capitol los días transcurrían en voz baja, como en un segundo plano, el que tenía también la esquina del Paseo donde estaba instalado. Al pasar la calle de Lachambre, el Paseo empezaba a apagarse y el ritmo frenético que venía de arriba comenzaba a diluirse en una atmósfera periférica. Si por la puerta del Colón se pasaba a diario, al Capitol había que ir expresamente. Ese alejamiento le proporcionaba la tranquilidad que no tenían los cafés aristocráticos, por lo que se convertía en un escenario perfecto para alejarse de los tumultos y de las miradas de la gente.
Tenía también como aliado el ficus centenario del Paseo que acentuaba su condición de refugio. A la sombra del árbol se alineaban los veladores redondos de mármol con sus sillones de mimbre donde se organizaban grandes tertulias, casi siempre de señores mayores que montaban bajo las ramas del ficus el gran Senado de la ciudad. En las tardes de verano era difícil encontrar una mesa libre como también era complicado evitar que algunas de aquellas reuniones se alargaran durante horas bajo la coartada de un escuálido café. “Señores, falta algo”, repetían los camareros perfectamente uniformados con sus chaquetillas blancas, intentando que el negocio se moviera.
El Capitol contaba también con un reservado dentro del local donde se organizaban partidas de cartas y de dominó lejos de la vista de los clientes. El Café Capitol desapareció en 1953. En diciembre de ese mismo año se instaló en su local el empresario Jesús Viciana Requena, con su negocio de accesorios de automóviles y de electricidad. En esos años ya funcionaba en ese mismo tramo de acera la tintorería La Española y la tienda de Imagen y Sonido.
En esa esquina del Paseo, frente a las mesas de la terraza del Capitol, existía una boca de riego que a los chiquillos de la posguerra les servía de fuente. Allí iban a quitarse la sed después de sus correrías y allí acudían para lavarse los pies cuando en verano regresaban de la playa cubiertos de arena. Llegaban en pandillas cansados y vencidos, dispuestos a recuperar fuerzas y a asearse con permiso de los municipales, a los que había que esquivar para poder utilizar el chorro del agua.
El surtidor era utilizado por el camión de la regadora, que sobre todo a partir del mes de abril tenía la misión de refrescar las calles. Era corriente en aquel tiempo que la llave de paso se averiara, lo que provocaba que el último tramo del Paseo se convirtiera a menudo en un improvisado riachuelo.
En esa esquina del ficus, del Capitol y del chorro del agua instalaron también un surtidor de gasolina, con su torreta pintada de rojo, con dos depósitos y un servidor que se accionaba manualmente.
Por las mañanas se formaban colas de coches y de motos que a la hora del trabajo paraban a repostar y a veces era tan grande el atasco que el guardia del tráfico tenía que poner orden para que no se taponara toda la avenida. Por el surtidor pasaban los niños para llenar de aire las ruedas de las bicicletas o para inflar los balones cuando iban a jugar un partido. Estuvo funcionando hasta finales de 1962, aunque el aparato siguió formando parte de la acera hasta que en marzo del año siguiente Campsa inició los trabajos para extraer los tanques y las instalaciones subterráneas.
El del Paseo no fue el único surtidor de gasolina que funcionó en el casco urbano. Durante décadas convivió con el surtidor de la carretera del Muelle, con el que había en el Parque frente a la desembocadura de la calle Real y con el del badén de la Rambla al final de la calle de Granada.
La existencia de surtidores en medio de la ciudad fue motivo de polémica por las protestas continuas de los vecinos debido al peligro que suponía la presencia de depósitos cargados de combustible en lugares tan céntricos. Fue la propia empresa responsable, Campsa, la que en 1956 presentó un proyecto para agrupar los aparatos surtidores. Quería concentrarlos en un lugar alejado del centro y para ello solicitó permiso para llevárselos a la plazoleta que surgió en el nuevo barrio de Regiones, frente al cruce de la calle Real del Barrio Alto, la Carretera de Níjar y el Camino de Ronda.
El Capitol fue un bar sereno que vivió en el Paseo bajo las ramas del ficus centenario.
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