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Los árboles gigantes del Malecón Alto

El ficus ‘el Abuelo’ y el ombú de la casa del jardinero fueron el refugio de varias generaciones de niños.

El Paseo de San Luis, también llamado el Malecón Alto, que hoy conocemos,  nació de un proyecto de reforma que empezó a tomar cuerpo en el verano de 1890. Entraba dentro de un ambicioso plan que pretendía darle realce a toda esa franja de ciudad que se extendía frente al puerto, que con el paso de los años se convertiría en  el Parque de Almería. Ese proyecto que contemplaba la renovación del Paseo de San Luis pasaba por la destrucción de un lienzo de la vieja muralla musulmana, un derribo imprescindible para poder levantar sobre sus restos un hermoso jardín que convirtiera ese lugar en una alameda.

La demolición del murallón  desató la polémica y hubo quien se opuso a la reforma, aunque no frenó la iniciativa. En septiembre de 1890 el muro ya estaba derribado. Sobre sus restos se formó un declive entre el Paseo de San Luis y el Malecón, que fue utilizado como espacio para construir un gran jardín que recorría el paseo desde la esquina frente al edificio del Hospital hasta la embocadura de la calle Real.

En los primeros meses del año 1891 los jardines eran ya una realidad, así como la presencia de las primeras palmeras y los arbustos que allí se plantaron. A la vez que se terminaba de poner en marcha  la zona ajardinada, se iniciaron las obras de construcción de unas grandes escalinatas de piedra al final de la calle de la Reina para unir el Paseo de San Luis con la zona central del Malecón. Sobre la plataforma lateral izquierda se proyectó un chalet que sirviera de vivienda al guarda de los jardines. Para el mes de marzo de 1891 las escalinatas ya estaban casi terminadas y el jardín del Paseo de San Luis, recién inaugurado, lucía con gran esplendor, destacando un llamativo escudo de Almería que fue confeccionado con plantas y que ocupó la parte central del recinto.

De aquella gran reforma que dio origen al Paseo de San Luis moderno sobrevivieron al paso del tiempo la caseta del jardinero, las escalinatas y los grandes arbustos. La casa la conocimos cuando ya estaba abandonada, cuando solo era un ornamento más del paisaje, junto a las escaleras de piedra que bajaban hasta el Parque. En aquellos empinados escalones se retrataban los niños de los colegios del barrio cuando por septiembre llegaba el retratista para hacer la foto de grupo.

La caseta del jardinero fue también, para varias generaciones de niños, un lugar propicio para los juegos y para las aventuras, en aquellas tardes de primavera en las que era costumbre bajar al Parque. Había que atravesar un trozo de muro para escalar hasta el terrado de la casa, donde se gozaba de la libertad de los lugares escondidos.

En aquel declive ajardinado que se prolongaba hasta donde hoy está el célebre kiosco de ‘La Hormiguita’, aparecían los árboles gigantes que llenaban de misterio el recinto: el ficus conocido por su longevidad como ‘el abuelo’, y el ombú o bellasombra que extiende sus inmensas ramas junto a la casa del jardinero.

También ellos han sobrevivido a los años y a la decadencia del escenario y siguen en pie, aunque ya no tienen la vida que les daban los niños cuando ir al Parque y al Paseo de San Luis formaba parte del calendario en sus ratos de ocio. Para muchos de nosotros, ir allí era una  forma de alejarnos del mundo, de la rutina de nuestras calles, de la vigilancia de nuestras madres para adentrarnos en un territorio indómito donde no llegaban las miradas de los mayores y donde los árboles nos ofrecían la promesa de aventura que íbamos buscando.

El viejo ficus era entonces más popular que el ombú y estaba más frecuentado porque era el árbol oficial de los alumnos del colegio Mater Asumpta que estaba enfrente. El ombú, en cambio, era un árbol más solitario, el sitio perfecto para llevar a cabo nuestras hazañas infantiles. Nos ofrecía la generosidad de sus amplios troncos que se unían en el suelo formando una base extraordinaria. Estaba lleno de oquedades y pequeñas ranuras en las que íbamos poniendo los pies cuando queríamos perdernos entre sus ramas.

Debajo de aquel árbol nunca existió el verano, por lo que también lo frecuentábamos en las tardes de julio cuando compartíamos las meriendas antes de empezar a jugar. Más de una vez, mientras terminábamos el bocadillo de salchichón untado con mantequilla, nos subían por las piernas grandes ejércitos de hormigas que amenazaban con conquistarnos.

Subir a los árboles tenía, además, el aliciente de lo prohibido. En aquella época, a comienzos de los años setenta, el Ayuntamiento había puesto en funcionamiento un equipo de vigilantes, los guardas de los jardines, que uniformados reglamentariamente y armados con porras, rondaban por el Parque en busca de los bandoleros que utilizaban los viejos árboles del recinto para su libre albedrío.
(La voz de Almería)

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