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El lujo del que tenía un traje de romano

La ilusión de muchos niños de los años sesenta era tener un uniforme completo de romano.

Los trajes de romano tenían una solemnidad que nunca llegaron a alcanzar los de pistolero, y mucho menos los de indio, que nos parecían más vulgares. El traje de romano fue para los niños de los años sesenta el sueño de la noche de Reyes, como después lo fueron la primera bicicleta y el primer balón de reglamento. El traje de romano colmaba nuestra imaginación infantil y nos situaba en un estatus superior al resto de los niños de nuestro barrio que a lo máximo que podían aspirar era a fabricarse el escudo con una lata vieja y hacerse una espada con los palos inservibles que tiraban en la carpintería.

Por diciembre, colocaban en los escaparates de El Águila y de la Giralda, las dos tiendas del Paseo, las relucientes corazas y los espléndidos cascos que nos recordaban a los que habíamos visto en la película de Ben-Hur.
Una de las grandes ilusiones de aquel tiempo era que nuestras madres nos dijeran: “Prepárate que vamos a ir a ver los escaparates”. Entonces nos peinaban como si fuera un domingo, nos lavaban la cara con un trapo húmedo y nos colocaban aquel abrigo eterno que habíamos heredado de nuestro hermano mayor. Era emocionante hacerse un hueco delante de la vidriera para soñar con aquel horizonte mágico donde el traje de romano siempre nos parecía el paradigma de lo imposible.

En mi casa, el traje de romano se veneraba como una reliquia que había pertenecido al hermano mayor. Como en tantas familias de la época, nuestra vestimenta de romano se había ido gestando a retazos: un año el casco, otro año la coraza y otro la espada con un escudo que en muchos casos nada tenía de romano, y era más bien, una imitación a pequeña escala de los escudos de los vikingos. Eran de plástico y en el centro llevaban impresa en relieve la cabeza de uno de aquellos guerreros de los mares del norte.

Los romanos y los vikingos nos transportaban a mundos lejanos y misteriosos que alimentaban nuestra insaciable imaginación infantil. Fuimos la generación de los álbumes de cromos históricos, que formaron parte de los momentos más felices de nuestras días de escuela. Entre aquellos tesoros que tanto nos marcaron estaba el álbum de Maga ‘Vida y costumbre de los vikingos’ y aquel otro de ‘El Antiguo testamento’, donde soñábamos con los vikingos y los romanos que aparecían perfectamente ilustrados.

Cuando los trajes de romano empezaron a decaer llegó la moda de los pistoleros, coincidiendo con las grandes películas del género que veíamos en la Sesión de Tarde de los sábados y en aquella serie del Virginiano que descubrimos en nuestros primeros televisores. El traje de pistolero era más simple que el de romano, y uno podía convertirse en un forajido del lejano Oeste sólo con un correaje y un par de pistolas de fistones, de aquellas que simulaban los disparos y el olor a pólvora.

Fue también por esa época, a finales de los años sesenta, cuando se pusieron de moda las vestimentas de los futbolistas. El primer establecimiento que las trajo se llamaba ‘Armería Ibáñez’ y estaba situado en la calle de las Tiendas. Allí era posible encontrarse con la indumentaria de los equipos más importantes de la liga española, entre los que entonces estaba el Athletic de Bilbao. Como ya nos pasaba con el traje de romano, la equipación de fútbol la íbamos adquiriendo paso a paso: primero nos compraban la  camiseta y después el pantalón y las medias. Los escudos, que eran lo que más nos gustaba, se compraban aparte, lo mismo que los números de las camisetas, que nuestras madres nos cosían en el pecho y en la espalda con una paciencia impagable.

Los que podían permitirse el lujo de adquirir también unas botas reglamentarias salían a jugar a la calle pareciendo futbolistas auténticos. Otros, que éramos la mayoría, nos conformábamos con ser futbolistas a medias y completábamos nuestra camiseta y nuestro pantalón con unas botas chirucas con calcetines o con un par de tenis de la marca ‘La Tórtola’ que apenas nos duraban un otoño.

Como sucedió con los trajes de romano, los de pistolero y los de futbolista también pasaron a  un segundo plano y lo que realmente importaba a los niños de entonces era seguir gozando de nuestra condición de hijos de la calle. Vivíamos en la calle y nos sentíamos unos privilegiados de poder disfrutar de tantos escenarios diversos. Salíamos por la tarde  del colegio y a la carrera llegábamos a nuestras casas, tirábamos la cartera sobre el sofá, cogíamos la merienda y nos íbamos al tranco. Olíamos a pan con mantequilla, a onza de chocolate, a goma de borrar y al perfume que nos dejaba en las manos la viruta del lápiz y el sacapuntas. Veníamos de la escuela y sólo nos hacía falta una pelota de plástico para sentirnos futbolistas, o el palo de una escoba para imaginar que teníamos entre las manos un Winchester como los que veíamos en las películas de pistoleros.

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